Yo, que siempre he sido un portento físico. Yo,
gilipollas y ególatra como pocos. Yo, que no puedo engañar a nadie a estas
alturas, siempre he sido muy de tirar piedras. Además, y sinceramente, he
tenido siempre cierto estilo como lanzador, mas si la mierda iba derecha a
introducirse en paladar ajeno yo alzo la mano heroico y aquí paz y después
gloria que luego todo se sabe.
Andaba yo tramando engaños con mis compinches
habituales cuando la fama me jugó una mala pasada. La fama, bendita y odiosa
fama a partes iguales. Tengan en cuenta mis dos lectores que me encontraba en
la difícil edad de los 15 o 16 años. La clase en cuestión era Educación física.
He de decir que aunque no educaba demasiado en líneas generales, me sirvió para
aprender algo. Lo aprendí por inercia, no por mérito del profesorado, espero
que no os extrañe esta apreciación a aquellos que habéis estudiado en España.
Como decía anteriormente siempre he sido un portento
físico. Los deportes nunca se me han dado mal del todo. En ninguno he sido un
10 nunca, la verdad, tampoco un 9, pero rara vez bajé del 4. Digamos que me
muevo entre el 5 y el 7, quizá algún 8 inesperado o genialidades esporádicas
que hacen creer al personal que pertenezco al selecto grupo de la élite. Mi
vida académica también ha rondado siempre los parámetros anteriores. Mis padres
leían constantemente en cada boletín de notas observaciones hacia mi persona
como “puede hacerlo mucho mejor, tiene capacidades, pero no quiere y no se
esfuerza”. Notición.
El plan era fácil de llevar a cabo, hasta un
gilipollas podría. Nos encontrábamos inmersos en las pruebas físicas de
evaluación con las que te librabas del examen escrito. Tras pasar las primeras
pruebas con facilidad nos disponíamos a realizar la prueba de abdominales.
Debíamos superar un número mínimo de realizaciones en un minuto, pongamos 30,
por ejemplo. No recuerdo la cifra exacta. Lo que sí recuerdo es que toda la
clase se dividió en grupos de tres. Uno realizaba el ejercicio, otro agarraba
por los pies, algo indispensable, y el tercero en cuestión contaba. Contar era
importante. Después la profesora se acercaba a cada grupito para apuntar en su
libreta qué número había alcanzado y comprobar así si había superado la prueba.
En un clima de camaradería barata y haciendo un alarde
de perspicacia, mis dos compañeros y yo decidimos engañar a la profesora
aumentando la cifra del primer participante en 5 o 6. La susodicha dijo saber
que la estábamos engañando en 5 o 6 porque nos vigiló expresamente desde la
distancia y resto esos 5 o 6. Segundo intento y segunda reprimenda. Volvió a
restar los 5 abdominales de más que dijimos había realizado el segundo de los
participantes.
Yo fui el último de nuestro grupo. Decidimos que
nuestra estrategia no era la correcta y abortamos la misión antes de enrolarnos
en un tercer fracaso consecutivo. Terminé mi ejercicio y supere con creces la
media. La profesora se acercó, preguntó y al oír la respuesta me dijo algo así
como: “tú eres tonto, has visto que a tus compañeros no les ha salido e intentas
engañarme igual, no es que te reste lo que te has inventado es que estás
suspenso”. La ira se apoderó de mí y protesté con contundencia. No sirvió de
nada. Suspendí. Tuve que hacer un examen escrito para recuperar la asignatura un mes más tarde, lo bordé.
Esa fue la primera asignatura que suspendí en toda mi
vida. Yo, el portento físico, suspendí Educación física, por gilipollas.